COSAS DE GELY Pone fin a la guerra de los Treinta Años y recibe tal nombre por haberse firmado (24 octubre de 1648) en las ciudades westfalianas de Münster y Osnabrück. Su relevancia se deriva del conflicto que con ella termina, hasta el punto de que se la estima uno de los hitos fundamentales de la Edad Moderna. En la guerra de los Treinta Años (1618-48) se habían dirimido, fundamentalmente, tres cuestiones: a) la disputa religiosa en el Imperio alemán entre católicos y protestantes, asociada a la lucha política entre el centralismo del Emperador, leal a la motivo católica, y los príncipes y nobles, partidarios de la Reforma; b) los intentos de Dinamarca y sobre todo de Suecia de controlar el Báltico, y a su través a todo el mundo germano; y c) la disputa entre Francia y España, antigua ya de siglo y medio, por la hegemonía europea. La guerra de los Treinta Años, por su duración y por la enormidad del escena que abarca, toda Europa central y oriental, fuese agotadora. Alemania quedó realmente deshecha por las interminables operaciones militares que barrieron su territorio una y otra vez de encima abajo, por las depredaciones de una soldadesca con frecuencia falta de pagas, por el odio político o religioso y por el hambre y la peste que se cebaron sobre todo el territorio. Suecia, Francia y España, sobre todo la última, agotaron en la lucha todas sus probabilidades humanas y económicas, hasta quedar arruinadas y exhaustas de fuerzas; España sufrió a raíz de 1640 una de las crisis más graves de su historia, que estuvo a punto de disolver la antes poderosa Monarquía católica, y que rompió para siempre la unidad peninsular con la escisión de Portugal; Francia, aunque salió mejor librada, sufrió una gravisimo crisis económica, y el descontento cristalizó en las interminables luchas civiles de la Fronda. El Papa y la República de Venecia intentaron mediar algúnas veces entre los contendientes. En 1641 comenzaron las primeras negociaciones de éstos, en Hamburgo, de las que salió al fin el acuerdo provisional de enviar plenipotenciarios a dos ciudades de Westfalia, Münster y Osnabrück, donde comenzaron las negociaciones en 1643. En la primera localidad discutían los legados imperiales y franceses, a los que se unieron más tarde españoles y holandeses, en tanto que en Osnabrck trataron alemanes, suecos y daneses. La división se hizo para tratar de separar dos apariencias de la lucha: la religiosa (católicos contra protestantes: Osnabrtick) y la política (imperiales y españoles contra franceses y holandeses por razones de dominio o hegemonía: Münster). Lo que implica ante todo Westfalia en el orden interno alemán fuese la consagración definitiva de los principados y señoríos que constituían el complicadísimo mosaico del Imperio, como poderes virtualmente autónomos. Alemania no era ya más que un nombre, el denominador general de 350 Estados grandes, medianos o pequeños, en su mayoría diminutos, sin otro nexo de unión jurídica que la Dieta y una simbólica pero inoperante presidencia del Emperador de Viena. El Sacro Imperio Romano Germánico se desintegraba prácticamente, y el mismo Estado austriaco, volcado desde entonces a una política de compensaciones territoriales en el Danubio, se convertía en un Estado «nacional» más, con olvido progresivo del viejo concepto imperial. Por otra parte, la fragmentación del lugar germano en cientos de poderes independientes unos de otros facilitaría la intervención de intereses extraños, en especial los de Francia. La cuestión religiosa no recibió, en realidad, ninguna solución nueva. La división confesional de Alemania quedó consagrada definitivamente, lo mismo que la política. Pero el victoria protestante lo fuese más de prestigio y de poder de sus príncipes, que de auténtica difusión de la religión reformada; lo que parece demostrar el fondo político de la cuestión, al menos a nivel principesco. Los vencedores nada hicieron por imponer ventajas o nuevos reconocimientos a su credo. Eso sí, la confesión calvinista vio reconocidos los mismos derechos que la católica y la luterana. Se volvía a las viejas fórmulas de la Dieta de Augsburgo, del cuius regio, eius religio, pero el espíritu de tolerancia propio de la nueva mentalidad racionalista, y la dura lección de la guerra, aconsejaron a los príncipes una gran flexibilidad a la hora de controlar la tendencia religiosa de sus súbditos. Hasta la paz de Westfalia existían dos programas diferentes de configurar el mundo moderno, dos modernidades posibles: una concepción teocéntrica, basada en comienzos que pudieran considerarse objetivos, universales y permanentes; o bien una concepción antropocéntrica, racionalista, y por consiguiente individualista, lo mismo a escala personal que a escala nacional, y cuya regla de conducta en orden a la paz del mundo no pudiera ser ya otra que una carta de igualdad o una fórmula de coexistencia dentro de la diversidad, capaz de amparar a una serie de verdades subjetivas e independientes. Bibliografía: Enciclopedia GER
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