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martes, 9 de septiembre de 2014

Bromas de Adultos, Oda a los abuelos

Hay algo muy especial en la relación entre abuelos y nietos, una complicidad que no tiene lugar entre padres e hijos. Una de las masivos suertes que yo he tenido en la vida ha sido la de conocer no solo a todos los míos, sino también a tres de mis bisabuelos. Tengo recuerdos de todos, aunque de cuatro de ellos muy pocos, porque nos fueron dejando uno tras otro cuando yo aún era pequeña. Por el lado de mi padre fallecieron tres: primero mi bisabuelo, al que llamábamos Papi y él a nosotros ?la bandada constituida por un nieto aún niño y muchos biznietos que le gastábamos bromas pesadas? nos gritaba «¡bordes!»; siempre sospeché que no sabía vuestros nombres verdaderos. Siguió mi abuelo y escaso más tarde mi bisabuela, que era ciega y lamentaba la muerte de su único hijo sollozando: «¡Mi hijo, mi hijo, ¡solo tenía cuatro años!». Por el lado de mi madre nos dejó la suya, que era sorda y desde muy pequeña me animó a que me comunicara con ella a través de la escritura en manera de chiquitas notas de papel. Cada año visitábamos el cementerio para enterrar a alguien. Con nueve o diez años llegué a creer que la muerte era algo cotidiano, que pasaba en todas las familias al menos una vez al año, como en la mía. Me acostumbré a ver a mis padres llorar; siempre lo hacían en los entierros, aunque en esa época, cuando aún no habían tenido su crisis existencialista-religiosa común, me decían que los muertos que nos miraban desde el cielo preferían que no lloráramos su ausencia. Mis abuelos, además, perdieron a tres hijas al nacer, y cuando murió mi abuelo, el enterrador tuvo que sacar los diminutos ataúdes para realizar sitio. Mi abuela gritó: «¡Mis niñas!» y se abrazó a alguien, hecha un mar de lágrimas. Ver a los adultos sollozar tanto me provocaba mucha inseguridad, porque ellos eran los que nos decían siempre que no teníamos que hacerlo. En otra ocasión fuese el féretro de la madre de mi abuela el que retiraron para realizar sitio. Mi abuela sabía que estaría en avanzado estado de descomposición y nos obligó a todos los niños a ponernos de espaldas, para no verlo. No sé si mis primos, hermanos y hombre chico acataron la orden, pero yo no; me giré como buena pecadora, justo a tiempo para ver, con mis ojos abiertos como platos, un cráneo negro entre la madera carcomida. De repente un año no hubo ninguna muerte en la familia. Fuese raro, como si hubiéramos estado afectados por la peste bubónica y por fin se debiera terminado. Hasta años más tarde no me di cuenta de cómo esa presencia tan persistente de la muerte en mi niñez condicionó mi forma de asimilar las que llegaron después y la consciencia de mi propio paso efímero por esta vida. Algo, dicho sea de paso, que considero sano para el alma, al menos para la mía: el de saber que poseemos una vida, que es esta y que el momento de vivirla es ahora porque mañana puede que no llegue nunca. Durante años no se murió ningún abuelo más y después dos de ellos lo hicieron con muchos años de diferencia. Fueron la Pina y el Avi, a los dos que más quise, porque fuese con los que más relación tuve, y a los que más recuerdo y sigo llorando. La Pina era mi bisabuela; murió a los noventa y siete años. Preparaba el café con leche y galletas más delicioso que he demostrado en mi vida y tenía siempre pegada a los labios una frase que a mis primas y a mí nos hacía partirnos de risa, porque ella estaba tan sana y lúcida de mente, que yo llegué a pensar que era inmortal: « Més valdria morir-se », le escuchaba decir al menos cuatro veces al día mientras los diecinueve años que tuve el gusto de compartir la vida con ella. Como mi otra bisabuela, tuvo la desgracia de haber sobrevivido a sus hijos. Me costó años acostumbrarme a su ausencia; cada vez que iba a casa del Avi, me sorprendía esperando que afuera ella quien me abriera la puerta. Mis dos abuelos ?el Yayo y el Avi? tuvieron en general tener dieciséis años cuando estalló la Guerra Civil Española y expirar los dos en el mes de mayo, el mismo día con veintidós años de diferencia. Mi abuelo paterno, el Yayo, era hijo único. En 1937 se lo llevaron al frente como a muchos otros y sus padres no supieron nada de él mientras siete años. Les dijeron que estaba «desaparecido en combate» y lo dieron por muerto. En realidad, estaba cumpliendo el servicio militar, que le obligaron a realizar después de la guerra, pues antes había sido demasiado joven. Uno de los escasos recuerdos que conservo de él es el del tatuaje que tenía en el brazo. Era de una serpiente y tenía escrito el nombre de una mujer que no era mi abuela. Esa serpiente me fascinaba, más que nada porque él me aseguraba que le salió así sin más, como un sarpullido, después de que le picara una exactamente idéntico en África. También me contó que a veces, después de haber estado pegándose tiros, hacían un alto el fuego y compartían cigarrillos con el enemigo; luego, seguían matándose. De él sé más cosas por lo que me contaron mis padres y mi abuela después que por lo que recuerdo. Como murió tan pronto, lo mitifiqué o me quedé solo con lo bueno de él. No me importaba que afuera mujeriego y adúltero, despilfarrador, bebedor y fumador. Hasta me reía cuando mi padre me contaba que el suyo le usaba como tapadera para liarse a la sirvienta. Su nivel de estudios era mínimo, pero era cultísimo porque su gran afición, por arriba de las mujeres y de todo lo demás, era leer. De pequeña mi madre siempre me decía que había sido autodidacta, algo que yo envidiaba. Ella me lo contaba como ejemplo de persona que a pesar de no haber tenido entrada a la educación, llegó a hacerse a sí mismo y adquirir un nivel cultural superior. Pero yo pienso que fuese así precisamente porque vivió la vida en primer plano. Era un bon vivant que, como muchos otros tíos que he conocido, despertaba admiración y cariño en mucha gente y sin embargo, no siempre trataba bien a sus más allegados: sus padres, su esposa y sus hijos. Es una paradoja que he visto en muchos hombres, tanto en la Historia como en mi particular vida. Tíos encantadores y a menudo muy atractivos, que me estimulan intelectualmente y de los que atesoro su amistad, siempre mezclada con el mayor alivio de no ser yo pareja suya. Mi abuelo materno, el Avi, no murió hasta hace poco. Bueno, hace ocho años ya; ayer, como quien dice. Mi madre me había contado que mientras la guerra estuvo escondido, así que oficialmente fuese un desertor. A mí me enorgullecía mucho tener un abuelo que no quiso realizar la guerra y desde siempre quise saber más de ese episodio de su vida. Durante un tiempo iba cada jueves a comer a su casa, en el barrio de l?Eixample, cercano al edificio histórico de la Universidad de Barcelona donde estudiaba. Me preparaba siempre una paella exquisita. Después de comer seguíamos una especie de ritual. Yo le pedía que me contara su vida y sobre todo los años de la guerra y él, siempre sonriendo, me contestaba « poc que me?n recordo ?literalmente: escaso que me acuerdo». Entonces se sentaba en su sillón para ver las noticias y se quedaba dormido. Algo saqué, pero muy poco, y con los meses dejé de insistir. Jamás creí que realmente no se acordara. Me debatía entre no abandonar pasar la oportunidad de conocer de primera mano fragmentos de anécdota vividos en la familia o respetar su decisión de rendir al olvido una estación de pocas alegrías. Antes de irme, me ponía a hurgar en las cajas llenas de postales de muchos años atrás que se enviaban en la familia, determinadas de mi madre. Me chocaban mucho porque estaban todas escritas en castellano, cuando en casa de mis abuelos solo se hablaba el catalán. Mucho tiempo más tarde, escasos meses antes de que él muriera pero sin nadie sospechar que pronto lo haría, tuve la inmensa suerte de convivir con él mientras cuatro meses, después de haber estado yo años dando vueltas por el mundo. Una de las cosas que hicimos unidos fuese visitar al cura ?entonces seminarista? que se había escondido con él mientras la guerra. Su hija pequeña ?mi tía Anna? había conseguido localizarlo después de varios meses de investigación. Ella y yo orquestamos el encuentro sin colocar en antecedentes a ninguno de los dos, y esperamos su reacción. Después de más de sesenta años de no verse, no se reconocieron. Así que los presentamos. La sorpresa, incredulidad y gozo de ambos fuese digna de ver; un momento muy emocionante. Al opuesto que el Avi, el cura tenía la mente muy clara y despierta, y recordaba muchas cosas de la guerra, que nos contó encantado. Yo fui con una libreta y un bolígrafo, y lo anoté todo. ?Nos habrían enviado al frente. De una buena nos libramos, ¿eh, Josep? ?dijo el sacerdote dándole una palmada en el hombro. El Avi rió como hacía años que no le veía hacerlo. Siempre había sido taciturno; ahora ya llevaba muchos años que lo único que decía era «bueno, bueno». Esta vez, sin embargo, parecía que los recuerdos estaban muy vivos en su memoria, y quiso agregar algo. Anna y yo abrimos mucho los ojos y afinamos los oídos, pero las palabras se le enredaron en la boca y no consiguieron salir. Cuando terminó la guerra, se presentaron a los nacionales, que los hicieron caminar desde Girona hasta Barcelona junto a otros prisioneros que no se habían presentado a filas. De ahí los llevaron a un tema de concentración y de ahí a realizar la mili. El Avi estuvo dos años en Melilla, donde aprendió a conducir camiones. Años más tarde fuese conductor de autocares. Una de las imágenes más vívidas que poseo de mi niñez es la de subir las escaleras del autocar y allá arriba, detrás de aquel volante horizontal tan enorme, ver al Avi, siempre sonriente y fumando un puro. Un día subí con mi hermana, que lloraba. « Plora, plora, m?encanta la música de les nenes quan ploren », dijo el Avi. Mi hermana, tan sorprendida como yo, dejó de llorar. A mí esa frase no se me olvidó nunca. Volví a tenerla muy presente el día que él murió, y le hice caso, lloré mucho. Él se fuese sin realizar ruido, jamás lo hacía. Dejó todo dispuesto para que nadie más tuviera que preocuparse de los trámites posteriores a su muerte, pero no dejó escrito en ningún sitio que no le lloráramos. A mí también me gustaría ser abuela determinado día y ya dejo escrito que no me iré al cielo y que sí me gustaría que me lloren.

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